Lunes, 30 de septiembre de 1946. El último día del trolley. Ese día había ido a casa de mis bisabuelos paternos Manuel Gorbea Navedo y Librada Plá Delgado, que vivían en la Calle del Parque. Habíamos acordado reunirnos para cenar y despedir el trolley juntos pues esa noche todos en el vecindario sabíamos que iba a ser su último viaje.
Doña Librada y don Manolo habían preparado una espléndida comida para la ocasión y la llamaron “LA DESPEDIDA DEL TROLLEY”. Nos sentamos a cenar como a eso de las nueve, y luego de una corta y amena sobremesa, nos fuimos al balcón a coger fresco, seguir hablando y esperar el viejo carro eléctrico para darle el último adiós.
Según lo que se había anticipado en los periódicos, se estimaba que el trolley iba a pasar alrededor de las diez y media de la noche por la Calle del Parque. Transcurrió la hora indicada y dieron las once. Me empecé a poner ansioso. La ansiedad llegó al punto de que cada quince minutos tenía que salir del balcón a pararme en medio de la calle y mirar hacia arriba en dirección a la Avenida Ponce de León, para ver si veía u oía algo. ¿Acaso no dijo la Autoridad de las Fuentes Fluviales que el último carro pasaría a las diez y media? Comentaba con cierta impaciencia, hablando en voz alta.
Continué hablando con mis bisabuelos, tratando de no pensar en el asunto. Así siguió la cosa, cuando estando atento en un momento de la conversación, y justamente al filo de la medianoche, escuché a lo lejos un chirrido y el sonido de una campana. Salí corriendo del balcón como un zepelín y me planté en el mismo medio de la vía a mirar calle arriba en la distancia. ¡LLEGÓ EL TROLLEY! Me quede ahí extasiado e inmóvil hasta que finalmente el carro empezó a aproximarse y pasar lentamente por delante de la casa, era un poco más de medianoche. El viejo carro eléctrico iba despacio, un poco más lento de lo normal, (quizás eso explicaba la tardanza), iba atestado de pasajeros, y por lo que podía observar desde la calle, muchos de ellos personas importantes. El sonido de su campana se podía oír a lo largo del recorrido.
Algunos incondicionales del carro eléctrico se resistían a aceptar la triste realidad que estaba aconteciendo, y estando en negación seguían al trolley, caminando en silencio y mirando el piso, como si estuviesen siguiendo un verdadero coche fúnebre.
La mayoría de los vecinos tenía los ojos llorosos y casi no podían hablar. Para completar la escena, sólo faltaba que en cierto momento se escuchase de alguna persona un grito desgarrador, como el que se acostumbraba a oír de vez en cuando en los velorios y entierros, que afortunadamente nunca se llegó a producir. Tenía el corazón tan compungido en ese momento que consideré seriamente unirme a la procesión de dolientes y caminar en solidaridad hasta la Calle Loíza, pero dado lo avanzado de la hora, y para no preocupar a mis bisabuelos, descarté la atrevida idea.
Desde donde estaba ubicada la casa de los parientes en la Calle del Parque (cruzando la calle un poco más arriba de la esquina donde estaba el Colmado Viña), pude seguir con la vista al trolley hasta que se perdió en la distancia, con todo y séquito, cuando se adentró en la servidumbre de paso que cruzaba la comunidad Terraza del Parque.
De vuelta nuevamente en la casa, tomé un vaso de agua antes de acostarme y sollozando le di las buenas noches a mis bisabuelos, retirándome al cuarto que ellos gentilmente me habían preparado para la ocasión. Todo lo que recuerdo es que me acosté llorando desconsolado hasta que finalmente caí rendido en brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente, cuando mi bisabuela tocó a la puerta, para que fuera a desayunar, me excusé diciendo que estaba inapetente. Sólo fue hasta tarde en la mañana que saqué fuerzas para levantarme, y sentarme a la mesa a almorzar. Luego de la siesta, aproximadamente a las tres de la tarde, decidí caminar hasta el Parque.
Caminar hasta el Parque Borinquen por el centro de los rieles, sobre los que a pocas horas antes, el trolley había dado su último viaje. Quería experimentar en carne propia y a manera de religioso penitente, el dolor agudo de ese último recorrido, todavía evidente en las frescas y pulsantes huellas del desaparecido carro eléctrico.
Bajando por la Calle del Parque caminando por entre medio de la vía, llegué hasta la Parada 44 de la Calle Loíza y miré la sección de la misma que se adentraba por la servidumbre de paso en la Terraza del Parque. Desde donde estaba parado, podía ver botellas, papeles, y otra basura tirada en los alrededores de la vía, seguramente de las personas que iban montadas en el trolley o los caminantes que le acompañaban.
Entrando en la servidumbre, a la izquierda estaba un edificio de tres pisos de estilo español y a la derecha un solar vacío que hacía esquina con la Calle Frederick Krug. Caminando más adelante pude ver una casa a la izquierda y a la derecha un edificio de tres pisos también de estilo español, que por su extraña y desagradable apariencia arquitectónica, era obvio que en sus comienzos había sido una casa de un solo nivel.
Habiendo caminado la parte de la vía que cruzaba por la Calle Las Marías, pasé por el lado de la residencia de Mr. Franklin, una casa de dos pisos de estilo español a la izquierda. A la derecha había otro solar vacío que hacía esquina con la Calle Krug. Siguiendo mi camino por la vía, pude ver a la izquierda un solar vacío y a la derecha la residencia de dos plantas de estilo aerodinámico de Fernando Guarch, el acaudalado agrónomo. Me detuve un rato para admirar la estructura, que no debía tener más de diez años de construida, pues me fascinaba la fachada con sus modernas curvas y bloques de vidrio. Me sorprendió ver lo cerca que pasaba la vía por el lado de la residencia y el ingenioso diseño hecho en la acera para acomodarla.
Cruzando la Calle Mirsonia, me aparté súbitamente de donde estaba parado en la vía para darle paso a un automóvil, salido de la nada, que por estar entretenido mirando la casa de Mr. Guarch, casi me pisa. Era raro ver vehículos transitando por estas calles, que realmente eran caminos de tierra. Muchas ni siquiera tenían aceras. Tras cruzar la calle, vi a la izquierda un solar vacío, y a la derecha otra casa de dos plantas de estilo español. Más adelante, a la izquierda, otra casa terrera y a la derecha una de dos niveles, seguida de un edificio de tres plantas, de idéntico estilo.
Tras caminar por la sección de la vía que cruzaba por la Calle Maribel, me quedé mirando el edificio de estilo aerodinámico a la izquierda y el edificio de cuatro pisos de Mr. Hawayek a la derecha. Luego de caminar entre los mismos, salí a un área abierta, con gran cantidad de palmas, donde se veía el Océano Atlántico al fondo y el terminal del trolley a la derecha. Al llegar a esta área, noté que la vía se separaba, una sección se desviaba hacia la izquierda en dirección a la Avenida Ashford del Condado y otra sección se desviaba hacia la derecha en dirección al terminal del tranvía en el Parque. Allí pude ver al trolley de medianoche estacionado cerca de un ranchón de madera. Algunos empleados de la Autoridad de las Fuentes Fluviales en sus uniformes de trabajo caminaban por el área. No sé como pude tener la fuerza de voluntad necesaria para resistir el impulso de entrar a escondidas a los terrenos del terminal y subirme a jugar con los controles del carro y averiguar cuanta cosa había.
La estructura más alta que pude observar en toda esta área de la ahora Terraza del Parque, era el edificio BORINQUEN PARK APTS, sin duda alguna el más señorial del sitio, en este estilo español de moda, terminado de construir hace algunos años. Cuando pasé frente al mismo mientras iba caminando por la vía en dirección a la Avenida de Diego, se me quedaron mirando unas señoras que estaban conversando justamente frente a la elegante entrada del edificio. Me atrevo a adivinar lo que estaban pensando: ¿Qué hace ese niño solo y triste caminando por la vía del trolley?
Tratando de olvidar mi pena con el cese del servicio del tranvía, me puse a caminar el terreno frente al mar recorriendo la sección de la vía que iba hacia el sector del Condado. Recorriendo y volviendo a recorrer la vía desde el final de la Calle Frederick Krug, hasta el final de la Avenida de Diego y viceversa. Siempre tirando el ojo cuando me acercaba al cerrado terminal para ver lo que acontecía con el trolley.
Estuve así un largo rato y no me había dado cuenta de que estaba empezando a caer la noche, y decidí regresar a casa de mis bisabuelos en la Calle del Parque por donde mismo vine, para darles las gracias por su bonita hospitalidad y despedirme de ellos.
Caminando sin ánimo de regreso a la casa, iba por el medio de la vía dentro de la servidumbre, sin poder apartar ni por un solo momento la vista del largo camino de hierro. La vegetación alrededor de la vía estaba bastante crecida, que viéndose contra el color amarillo marrón de la tierra, hacía las veces de un colorido contraste.
En ese momento no tenía forma ni manera de saberlo, pero mi congoja duraría poco, pues estaba escrito que a menos de transcurridos diez años, el trolley en espíritu volvería a encontrarse conmigo. En la servidumbre de paso que colindaría con la futura casa que harían mis abuelos maternos y tíos abuelos en la Terraza del Parque.