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EL MUNDO - SAN JUAN, PUERTO RICO - DOMINGO, 18 DE NOVIEMBRE DE 1945

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Elogio del Tranvía...


Una institución social de sólido
arraigo en los afectos del pueblo

Por J. Arnaldo Meyners


Va ya muy adelantado el mes de noviembre y no parece ser inminente la cesación del tranvía. Pese a que el Gobierno ha anulado oficialmente el decreto que fijaba el final de este mes como los últimos días del servicio, la incertidumbre que se advierte en las esferas administrativas, el esfuerzo de los altos funcionarios para eludir toda responsabilidad en esa decisión y la actitud del propio Gobernador, que da el silencio por respuesta cada vez que se le interroga sobre el particular, dan base para, creer que habrá una prórroga indefinida en la intentona por eliminar el viejo y testarudo "trolley". Al parecer, luego de un acuerdo tomado a la ligera, los líderes de la administración se han dado cuenta de que no cuentan con sustituto adecuado para acomodar a los miles de personas que viajan diariamente en tranvía. Es posible que también se hayan percatado y eso es lo más importante, de que para nuestra capital el tranvía es más que un servicio de transporte interurbano, una institución social de sólido arraigo en los afectos del pueblo que verla desaparecer con hondo desagrado y no sin dar expresión de su enérgica protesta. El número de cartas y mensajes telegráficos que todos los días llegan a los periódicos oponiéndose a la inconsulta medida, con ser extraordinario, sólo debe constituir una fracción del que reciben los funcionarios que tienen el poder y la responsabilidad de continuar operando el tranvía mejorándolo y modernizándolo hasta hacerle digno del tiempo en que vivimos o regalándolo a las subastas de hierro viejo o a los museos de antiguedades. Hay, pues, lo que se ha dado en llamar "presión" para que el Gobierno retire su propio decreto y modifique su punto de vista concluyendo que se sirve al mejor interés público dejando las cosas como están. Esa "presión" no es de índole resbaladiza y tortuosa que influye tras bastidores para lograr fines utilitarios y que con tanta frecuencia se ejercita en otros problemas públicos. No. Esa "presión" es de la alcurnia espontánea y noble que viene de la entraña popular y llega hasta sus mandatarios con acento respetuoso, ---sin altanería---, pero con firmeza. La razón es que el tranvía, con sus indiscutibles desventajas de lentitud, antigüedad y escaso equipo, brinda a su clientela un servicio que es casi personal, enriquecido por pequeños detalles de cortesía y gentileza cuyo equivalente no se puede improvisar en ningún sustituto moderno. Sus motoristas y conductores que, en su gran mayoría han envejecido en ese trabajo, no sólo conocen palmo a palmo la ruta que todos los días recorren incontables veces sino que están familiarizados con la fisonomía y hasta con los nombres propios de muchísimos de los pasajeros que sirven. A costa, a veces, de los imperativos del tiempo, estos veteranos del transporte público están siempre dispuestos a prolongar una parada, o a excederse en cualquier otra forma en el cumplimiento de su deber, si con ello dan forma a alguna consideración especial o a algún ligero beneficio para el pasajero. Por ejemplo, los ancianos que usan este medio de transporte saben bien que no habrá impaciencia ni mala cara en el conductor cuando suben con lentitud a la plataforma y remontan luego el pasillo con paso inseguro hasta ocupar su asiento. Hasta ese instante queda detenido el vehículo pues sería exponerles a una caída al arrancar el tranvía violentamente. Es curioso el número de personas que al entrar y salir del tranvía saludan a sus tripulantes. A veces, es una ligera sonrisa. Otras el "buenos días" o el "buenas tardes" completo, con inclinación de cabeza y todo. Y es que entre el motorista que lleva un cuarto de siglo en el mismo empleo y al caballero maduro o la dama otoñal que ha estado todo ese tiempo valiéndose del trolley para trasladarse de un punto a otro de la ciudad se establece forzosamente una relación afectuosa. Se han visto envejecer mutuamente. Juntos han hecho infinitas veces un mismo recorrido, optimista y alegre en las mañanas deliciosas del invierno tropical, tostándose bajo el sol en las tardes de la canícula o en valiente desafío a las ráfagas y a los chaparrones cuando es la estación de las lluvias... El motorista sabe dónde viven muchos de sus pasajeros, a no pocos conoce por sus nombres y hay algunos a quienes distingue preocupándose por su salud...

Estos asiduos del tranvía, no tienen que molestarse en tocar la campanilla que pide parada... Aún cuando estén corridas las cortinas y la lluvia empañe los cristales el cliente cotidiano no tiene que temer a pasar de largo su residencia. El motorista le advertirá de buen grado que ha llegado a su destino y hasta le hará recomendaciones que revelan interés en su bienestar:

---Abríguese bien, Don Fulano, que la lluvia es fuerte y hay por ahí mucha "monga"...

Y si es una dama la que desciende, le ofrecerá el brazo para ayudarla a bajar los peldaños resbaladizos con un ademán digno de un cortesano.

Otra escena no muy rara en el trolley y que han comentado en cómico muchos de nuestros visitantes es la de la madre que encomienda al niño de corta edad al cuidado del conductor.

---Hágame el favor, ---le pide, cuando llegue a la parada tal, ya sabe usted, en casa de Doña Fulana, haga bajar el niño... Allí le esperan para pasarse la tarde con sus primitos...

Únicamente en el tranvía viajan solos niños de edad tan tierna. Y es porque, aún para el eterno temor de madres y padres ante posibles riesgos para sus hijos, el tranvía da la sensación de algo inconmovible, cuya sólida armazón de hierro es capaz de salir airosa en cualquier choque. Si algún alarde veraz se ha hecho, en plan de anuncio, con relación a un servicio público, es aquel que lanzaba a todos los vientos la antigua empresa: "El trolley es símbolo de seguridad". Con sus puertas siempre cerradas mientras está en movimiento y que sólo se abren en las paradas luego de detenerse por completo el vehículo no hay temor de un mal paso, hasta en los que tienen la tendencia a ser imprudentes. Caso de ser embestido por otro vehículo, ¿qué automóvil o aún camión no saldría mal parado en tal encuentro?

El sosiego que para los padres se deriva de esas conclusiones es lo que hace que a la hora de entrada y salida en los colegios y escuelas el tranvía se vea repleto de una muchedumbre infantil que cruza la ciudad dejando a su paso resonancias de candor y de alegría.

Hasta para mantener el recato en los idilios juveniles ofrece seguridades evidentes el "trolley". Sólo cabe en su interior el platonismo más puro. Bajo la luz copiosa de su doble hilera de lámparas eléctricas, si es de noche, o a pleno sol si es de día, la virtud de las novias está tan resguardada en un paseo en tranvía como bajo la vista de águila de la más severa "chaperonne".

Es dudoso que los fundadores de la empresa, hombres de negocios que iban a lo suyo, o sea a ganar dinero, --- tuvieran en mente regalar a su clientela con uno de los panoramas más interesantes y variados de cuantos es posible observar en el mundo. Sin duda fue coincidencia. La necesidad de establecer una estación de cambio para la bifurcación hacia el Condado. El punto equidistante, a media ruta, entre los terminales del servicio que lo justificaba así. Sea ello como sea el caso es que la pequeña estación de cambio situada junto al puente Guillermo Esteves resulta un observatorio emocionante para cuantos desde allí han de pasar unos minutos diarios aguardando el tranvía directo o el de la ruta del Condado. La historia, la geografía y la transición del ayer al hoy que impone el progreso se dan cita allí para descubrir ante quien quiera verlo, un cuadro múltiple e impresionante de seres y de cosas. El paisaje de la montaña del Yunque, azul de lejanía, y el verdor próximo de los cañaverales de la costa, contrastan con la visión del mar, cambiante en sus matices y en sus tonos según sea de leve o enérgica la lluvia dorada que baja del sol. Un poco más acá del Atlántico inquieto, la laguna tersa e igual. Contraste también el bosque de residencias suntuosas de Miramar y el Condado, con el hormiguero paupérrimo los arrabales cercanos la Marina. Por las avenidas Fernández Juncos y Ponce de León se hace el desfile de los automóviles lujosos. Pero a veces atasca la corriente del tránsito, como una evocación del Puerto Rico que se está yendo, una carreta de bueyes. Caminan las bestias cachazudas e indiferentes sin que acelere su parsimonioso trotar, ni el silbato del policía que ordena vía libre, ni el clamor de las bocinas de los autos, que protestan de este anacronismo con ruedas en una era de vértigo y de prisa. Sentado indolentemente en la vara, cruzada al hombro la garrocha, pasa el carretero, tan inconmovible a este universo precipitado como las bestias que le ayudan en la faena diaria... Unos metros más allá, en la rada del Club Náutico, reposan, como gigantescos cisnes dormidos, los yates de recreo de los socios del club, y no muy lejos, junto a los sillares de los puentes una muchachería semidesnuda bracea en el agua verdosa mientras sus padres y hermanos mayores, tenso el hilo de la caña de pescar o alertas al peso de la red, aguardan el maná del mar que llevarán luego al mercado. En la bahía, aparece ordenada, como en las láminas de los libros de texto, toda la historia de la navegación. Un moderno buque de guerra refleja en sus metales la luz del sol en descenso. De sus costados y de sus puentes emerge la artillería pesada, las piezas antiaéreas, el disco de los reflectores y la policromía de los gallardetes. Rozando su pulido casco pasa, como un fantasma de antaño, un obrero del mar. Lleva el torso desnudo y los músculos tensos con el esfuerzo del remo. A proa, las redes que le dan el sustento diario. A popa, la montaña plateada de los jureles y las sardinas y los meros. De pronto se conmueve el aire con un fragor pavoroso y un avión de cuatro motores, que acaba de despegar de la pista de Isla Grande, pasa como un bólido rugiente sobre la cabeza del observador. Junto al pretil del puente, un pequeño industrial pregona su mercancía que exhibe en botellas multicolores sobre una primitiva carretilla de mano: Guanabanaaa... Tamarindooo... Cocooo... ¿Puede concebirse en espacio tan reducido un desfile de hombres y cosas más complejo e impresionante?

LAS ESPERAS DEL TRANVÍA

Hasta el año 1911 no hubo doble vía en el servicio interurbano del "trolley". Por medio de un sistema de cruces o desvíos se efectuaba la combinación de los vehículos ascendentes y descendentes. La espera era a veces larga en cada cruce. El tranvía nunca se caracterizó por su puntualidad ni por su precisión. Dígase ello a cambio de otros aspectos plausibles de su existencia. Un turista norteamericano de aquella época, sin duda hombre dado al humorismo, relatando sus impresiones de aquel viaje, dijo lo siguiente: "En San Juan, me pasé la mitad de mis vacaciones esperando el trolley en los desvíos...

Por aquella época era el del tranvía un negocio floreciente. Sus ingresos pasaban de dos mil dólares diarios y la escala de jornales para su personal obrero nunca pasó de doce a quince centavos la hora. Todavía no había asomado la hosca faz de su competidor, la guagua, en la liza del forcejeo por el favor público y el trolley reinaba soberano como medio de transporte para los que no poseían automóviles, que por aquellos tiempos eran carísimos y sólo accesibles a la gente rica. El tipo de tranvía prevaleciente en 1911 era como el que se ilustra en este reportaje. Abierto por los lados y sin otra protección que el largo estribo. Muchos capitalinos de entonces incurrían en el alarde de energía y viveza muscular que supone el abordar el trolley en marcha o el abandonarlo antes de haberse detenido. Esta acrobacia resultaba peligrosa y poco después la compañía retiró los antiguos carros y seleccionó los llamados "canastos", por la alambrada que protegía los costados del vehículo. Había que entrar por una plataforma y salir por otra. Pero el conductor era el funcionario encargado de registrar y cobrar a la vez. La cosa se prestaba a filtraciones y como la empresa se diera cuenta de ello procedió a establecer el sistema de las cajas de cristal en la cual venía el pasajero obligado a depositar la moneda de nickel. Según los comentaristas de entonces esto no gustaba al público que se veía así regimentado y con la sensación de obedecer órdenes de la compañía. Para algunos conductores poco escrupulosos el cambio de sistema resultaba una verdadera tragedia y una merma considerable en sus ingresos.

Fue en el año de 1914, el primero de la pasada guerra mundial que se inició la competencia en serio contra el tranvía. Los que entonces tenían ya uso de razón recordarán las "manomancas"; un vehículo veloz como el rayo, guiado por un audaz acróbata del volante, que con un santiamén ponía a su clientela de San Juan a Río Piedras si es que por el camino no la convertía en carne magullada de hospital o de cementerio. El regateo era cosa diaria. Por disputarse un pasajero aquellos agresivos chóferes arriesgaban su piel y las de los que con él viajaban. De todos modos, la innovación constituyó una amenaza seria para la prosperidad económica del trolley que al poco tiempo, de negocio floreciente que era, se convirtió en elefante blanco cuyas pérdidas era preciso enjugar con las ganancias de la empresa en otros campos de explotación. Se realizaron esfuerzos diversos para atraer de nuevo al público grueso. Con la doble vía ya no era preciso aguardar en los cruces y el trayecto de Santurce a San Juan se hacía más corto. Además se importó material rodante nuevo, fabricado especialmente para San Juan. Todo resultó inútil. El público grueso, la mayoría, daba evidentemente su predilección a las guaguas con todos sus riesgos e incomodidades, y al trolley sólo quedó el privilegio de su pasaje forzado de señoras en estado de gravidez, ancianos y niños más aquellas personas que sin pertenecer a ninguna de esas tres categorías, tienen el privilegio de no estar nunca de prisa o la devoción espiritual de ir observando el vaivén de las cosas y las personas con la serena perspectiva y el ritmo apacible que sólo se logra desde la ventanilla de un tranvía...


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