EL MUNDO - SAN JUAN, PUERTO RICO - DOMINGO, 19 DE DICIEMBRE DE 1982
De aquellos días en que el tranvía era parte de principal relieve en el retablo citadino de nuestra ciudad capital, gratos recuerdos quedan en la mente de los que aún parece que escuchamos la férrea alharaca de aquel gusano metálico que, sin ondulaciones, reptaba por las calles de la ciudad, con el antiguo Parque Borinquen en Santurce, en la Parada 44 y el San Juan colonial, como sus dos puntos de partida y llegada, aunque el primero fue finalmente el de llegada, cuando el tranvía hizo su último recorrido aquella noche del 30 de septiembre de 1946, para pasar al archivo del olvido y al de las cosas que se fueron y no volvieron.
Aquella noche que puso fin a casi medio siglo de historia, pues fue justamente a principios de este siglo que la San Juan Light instituyó el servicio de tranvía, tuvimos el ahora histórico privilegio de viajar en el último tranvía, el que fue guardado para siempre y para chatarra en su antigua estación del hoy desaparecido Parque Borinquen. En aquella memorable noche, en que viajamos en capacidad de redactor del extinto diario “El Imparcial”, escribimos una sentida crónica de despedida al tranvía. Aún me parece ver el gesto de tristeza de los vecinos de la calle del Parque que se asomaban a sus balcones para el adiós postrero que, como a cosa animada, le daban al carro eléctrico que cotidianamente subió y bajó la calle repetidas veces durante sus casi cincuenta años de existencia.
Y como los recuerdos muchas veces se activan por efectos de algún recrudecimiento inesperado, cuando comencé a viajar a México, hace alrededor de 25 años, volví a ver el tranvía, aunque no aquel tranvía de San Juan, aquel tranvía de funerario aspecto, cuando segó vidas con sus filosas ruedas y cercenó piernas de los infortunados traviesos chicos que de sus costados se colgaban, y de aquel tranvía vivaracho y alegre de las tardes dominicales en que sus colores, rojo aladrillado en sus primeros años y amarillo en sus últimos, refulgían por calles y avenidas sanjuaneras en las horas del paseo romántico que ya nos ponía a los chicos lechuguinos y a las presumidas damiselas en la antesala de la realidad de la vida, cuando salíamos gradualmente de los años de los ensueños color de rosa.
Como todo lo que vive y palpita en esta ciudad de piedras y de historia que es nuestro San Juan, no queda exento el tranvía de lances humorísticos, llenos de la nota jocosa que imprime hilaridad a algunos momentos de la vida para, durante los mismos, alejarnos aunque fugazmente del fardo de preocupaciones, frustraciones y sinsabores que la mayor parte de los mortales arrastramos.
De aquellas anécdotas recordar podemos ahora aquella del señor que, allá para los primeros años del siglo, en ocasión de viajar en uno de los tranvías que, repleto de pasajeros, hacía el recorrido entre San Juan y Santurce, y mientras leía un periódico, tuvo la mala suerte de que a una joven que junto a él se sentaba se le cayera un pañuelito blanco el que fue a dar en la falda del distraído caballero. Indecisa la joven entre pedirle el pañuelo o recogerlo con su propia mano, motivó las consabidas sonrisas entre el reato de los pasajeros, lo que ocasionó que el hombre apartase la vista del periódico, para notar que muchas miradas convergían en su falda.
Al notar aquello y ver que una pieza de tela blanca contrastaba con el color oscuro de su pantalón, creyó que las faldetas de la camisa se le estaban saliendo de bajo del mismo y, apresuradamente y con nerviosos movimientos, procedió a introducir el pañuelo por una abertura del pantalón, lo que provocó una sonora e inevitable carcajada de casi todos los ocupantes del tranvía.
Aunque el tranvía tuvo su origen en una empresa que unió a San Juan con Río Piedras en 1878 y que estuvo constituida por el famoso tren a vapor establecido por don Pablo Ubarri, lo que vino a ser una de las maravillas del siglo XIX, ya con anterioridad, un tal Capetillo, con quien la historia resulta lacónica y parca, hizo el experimento de un omnibus tirado por caballos, para unir a San Juan con Santurce que entonces era el municipio de Cangrejos. Señalada por el fracaso desde su principio, el día de la inauguración el imperial del omnibus, que pecaba de alto, se atascó en la bóveda del Fortín de San Antonio, que quedaba en el extremo oeste del antiguo Puente del Agua, y preciso fue enviar por caballerías para devolver a San Juan a las personas que iban en aquel viaje de inauguración. Viaje que resultó primero y último del natimuerto proyecto que fue el primer intento de unir a San Juan con Santurce mediante un medio de transportación colectivo, lo que logró luego el muy mencionado Tren de Ubarri y perfeccionó luego el tranvía eléctrico, que fue una de las grandes innovaciones traídas a Puerto Rico por Estados Unidos, con el cambio de soberanía ocurrido a fines del pasado siglo.